miércoles, 26 de febrero de 2014

La decisión de cuidar

LA comunicación de un diag­nóstico de Enfermedad de Alzheimer (EA), hace experimentar al familiar del enfermo —ya él mismo si es aún consciente— una serie de reacciones que tienen que ver con la ansiedad. Escuchar que se las va a ver con una enfermedad que afecta las cualidades tenidas por «superiores», que tiene un ritmo progresivo e incapacitante, sin remedio causal en la actualidad y con un pronóstico fatal, sume al familiar en un choque emocional que le va a costar tiempo superar. En ese momento es cuando se toma conciencia, abruptamente, de que no todas las enfermedades crónicas son iguales. Que las que afectan «la cabeza», portan una señal que las diferencia —para peor— de aquellas otras que interesan órganos menos valorados o más ocultos. La resonancia emocional será, en con­secuencia, muy diferente en un caso u otro...


 Ante un panorama como el des­crito, y aún sin digerir la noticia, el acompañante, hijo o cónyuge generalmente, no se plantea si va a cuidar o no de su pariente, simplemente se apresta a la tarea sin más. Es una decisión casi automática, que nadie, o muy pocos, se plantea en toda su amplitud desde el principio. Que apenas se reflexiona con el CONJUNTO de la familia. Que se toma sin medir las fuerzas propias, y las que se puedan conseguir. Y sobre todo, y lo más importante, sin preguntar por dónde va el propio deseo, la disposición personal para cuidar o no. Es, en suma, una decisión que se toma, casi siempre, impulsado por sentimientos de protección, de gratitud, de reparación, de obligación, por sentido del deber y otros tantos. Y, además, la toma una sola persona, generalmente la «asignada» por el resto de la familia para esta clase de menesteres.
 No obstante, aceptar un desafío que va a comprometer la propia vida por un número indeterminado de años, que pone en contacto con una de las ansiedades más temidas por la Humanidad —la pérdida de juicio— que va a generar problemas en la familia, en el trabajo, en el medio social circundante, no debería tomarse NUNCA bajo la coacción de la circunstancia. Hay que recordar ahora que la emoción embarga y arrolla el pensamiento, que en ciertas ocasiones se muestra débil. Y es que el sentimiento también debe ser administrado juiciosamente. Hay que decir claramente que, nadie, ni el mismo Dios del creyente, ni nada —cualquier ideo­logía o filosofía— obliga al sacrificio extremo, al heroísmo en el cuidar o a intentar cambiar la vida del cuidador por la del enfermo. Que tanto el que decide cuidar, como el que rechaza hacerlo, deben tomar una decisión libre y fundamentada en su interior, asumida.
 No es mejor cuidador el que más horas dedica a su enfermo, descuidando otros legítimos intereses; ni el que menos horas duerme para estar siempre alerta; ni más amoro­so el que deja su trabajo por atender de forma exclusiva. Muchos cuidadores los son de una manera poco calibrada, demasiado visceral, pensando que hacerlo así es la mejor manera de actuar, y pretendiendo aguantar, muchas veces en solitario, el prolongado esfuerzo que hay que hacer.
 Durante los años que llevo prestando servicios en AFAL, he asistido a un número considerable de cuidadores de familiares. Puedo afirmar que he visto muchas de las posibles respuestas que se pueden dar en la situación de cuidar. Y me ha llamado la atención lo frecuente que es, encontrar al cuidador atado a una situación que ya no controla. Que a fuerza de apretar los dientes, y tirar para adelante, está poniendo en riesgo su equilibrio personal y el de quienes le rodean. Que en muchas ocasiones, y debido a la enorme carga, «pierde los nervios»y maltrata a su enfermo, ya sea física o psíquicamente, o arremete contra la pareja, hijos o amigos. Es, en suma, la imagen de un cuidador extenuado, que por seguir siendo fiel a la decisión que tornó en su día, ha agotado su resistencia y ya no es el cuidador que le gustaría ser.
Quisiera ilustrar mis palabras con un ejemplo de la tradición oral hebrea, que viene ahora a mi memoria. La historia habla de un pájaro que traslada a sus hijos, uno a uno, a un lugar más seguro, a causa de un temporal. Coge al pri­mero entre sus garras, y en la mitad de la tempestad le dice: «Mira, hijo, como arriesgo mi vida por ti ¿Cuándo crezcas harás lo mismo por mí y me cuidaras en la vejez? El polluelo le respondió: "Ponme a salvo y cuando seas viejo, haré lo que me pidas". El padre al escuchar aquello, abrió sus garras y lo dejó caer al mar diciendo: "Eso les pasa a los mentirosos como tú". Repitió la misma operación con la segunda cría y obtuvo idéntico resultado, por lo que también la dejo caer. Por últi­mo cogió la tercera cría y le volvió a hacer la misma pregunta, a lo que ésta respondió: "Veo, padre, cómo te arriesgas por mí y haría mal en no cuidarte cuando seas viejo, pero no puedo hacerte promesas que me ATEN. Puedo prometerte que, cuando crezca y tenga hijos, haré por ellos todo lo que tú has hecho por mí". Ante esta respuesta, el padre dijo: "Hablas con acierto y por ello te pondré a salvo"».


Creo que la fábula se explica por si sola y sirve para ilustrar el caso de las obligaciones de los hijos para con los padres. Nos habla del esfuerzo razonable y, sobre todo, de aquél que no impide la realización del propio proyecto vital. Para terminar, solo voy a recordar aquello que ya decían los griegos clásicos, y que viene a confirmar lo anterior: «LA MEDIDA (en todos los asuntos humanos) ES LO MAS BELLO».

Rev. AFAL Nº 19  Sept. 2000

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