LA
comunicación de un diagnóstico de Enfermedad de Alzheimer (EA), hace
experimentar al familiar del enfermo —ya él mismo si es aún consciente— una
serie de reacciones que tienen que ver con la ansiedad. Escuchar que se las va a
ver con una enfermedad que afecta las cualidades tenidas por «superiores», que
tiene un ritmo progresivo e incapacitante, sin remedio causal en la actualidad y
con un pronóstico fatal, sume al familiar en un choque emocional que le va a
costar tiempo superar. En ese momento es cuando se toma conciencia,
abruptamente, de que no todas las enfermedades crónicas son iguales. Que las que
afectan «la cabeza», portan una señal que las diferencia —para peor— de aquellas
otras que interesan órganos menos valorados o más ocultos. La resonancia
emocional será, en consecuencia, muy diferente en un caso u
otro...
Ante
un panorama como el descrito, y aún sin digerir la noticia, el acompañante,
hijo o cónyuge generalmente, no se plantea si va a cuidar o no de su pariente,
simplemente se apresta a la tarea sin más. Es una decisión casi automática, que
nadie, o muy pocos, se plantea en toda su amplitud desde el principio. Que
apenas se reflexiona con el CONJUNTO de la familia. Que se toma sin medir las
fuerzas propias, y las que se puedan conseguir. Y sobre todo, y lo más
importante, sin preguntar por dónde va el propio deseo, la disposición personal
para cuidar o no. Es, en suma, una decisión que se toma, casi siempre, impulsado
por sentimientos de protección, de gratitud, de reparación, de obligación, por
sentido del deber y otros tantos. Y, además, la toma una sola persona,
generalmente la «asignada» por el resto de la familia para esta clase de
menesteres.
No
obstante, aceptar un desafío que va a comprometer la propia vida por un número
indeterminado de años, que pone en contacto con una de las ansiedades más
temidas por la Humanidad —la pérdida de juicio— que va a generar problemas en la
familia, en el trabajo, en el medio social circundante, no debería tomarse NUNCA
bajo la coacción de la circunstancia. Hay que recordar ahora que la emoción
embarga y arrolla el pensamiento, que en ciertas ocasiones se muestra débil. Y
es que el sentimiento también debe ser administrado juiciosamente. Hay que decir
claramente que, nadie, ni el mismo Dios del creyente, ni nada —cualquier
ideología o filosofía— obliga al sacrificio extremo, al heroísmo en el cuidar o
a intentar cambiar la vida del cuidador por la del enfermo. Que tanto el que
decide cuidar, como el que rechaza hacerlo, deben tomar una decisión libre y
fundamentada en su interior, asumida.
No
es mejor cuidador el que más horas dedica a su enfermo, descuidando otros
legítimos intereses; ni el que menos horas duerme para estar siempre alerta; ni
más amoroso el que deja su trabajo por atender de forma exclusiva. Muchos
cuidadores los son de una manera poco calibrada, demasiado visceral, pensando
que hacerlo así es la mejor manera de actuar, y pretendiendo aguantar, muchas veces
en solitario, el prolongado esfuerzo que hay que
hacer.
Durante
los años que llevo prestando servicios en AFAL, he asistido a un número
considerable de cuidadores de familiares. Puedo afirmar que he visto muchas de
las posibles respuestas que se pueden dar en la situación de cuidar. Y me ha
llamado la atención lo frecuente que es, encontrar al cuidador atado a una
situación que ya no controla. Que a fuerza de apretar los dientes, y tirar para
adelante, está poniendo en riesgo su equilibrio personal y el de quienes le
rodean. Que en muchas ocasiones, y debido a la enorme carga, «pierde los
nervios»y maltrata a su enfermo, ya sea física o psíquicamente, o arremete
contra la pareja, hijos o amigos. Es, en suma, la imagen de un cuidador
extenuado, que por seguir siendo fiel a la decisión que tornó en su día, ha
agotado su resistencia y ya no es el cuidador que le gustaría
ser.
Quisiera
ilustrar mis palabras con un ejemplo de la tradición oral hebrea, que viene
ahora a mi memoria. La historia habla de un pájaro que traslada a sus hijos, uno
a uno, a un lugar más seguro, a causa de un temporal. Coge al primero entre sus
garras, y en la mitad de la tempestad le dice: «Mira, hijo, como arriesgo mi
vida por ti ¿Cuándo crezcas harás lo mismo por mí y me cuidaras en la vejez? El
polluelo le respondió: "Ponme a salvo y cuando seas viejo, haré lo que me
pidas". El padre al escuchar aquello, abrió sus garras y lo dejó caer al mar
diciendo: "Eso les pasa a los mentirosos como tú". Repitió la
misma
operación con la segunda cría y obtuvo idéntico resultado, por lo que también la
dejo caer. Por último cogió la tercera cría y le volvió a hacer la misma
pregunta, a lo que ésta respondió: "Veo, padre, cómo te arriesgas por mí y haría
mal en no cuidarte cuando seas viejo, pero no puedo hacerte promesas que me
ATEN. Puedo prometerte que, cuando crezca y tenga hijos, haré por ellos todo lo
que tú has hecho por mí". Ante esta respuesta, el padre dijo: "Hablas con
acierto y por ello te pondré a
salvo"».
Creo
que la fábula se explica por si sola y sirve para ilustrar el caso de las
obligaciones de los hijos para con los padres. Nos habla del esfuerzo razonable
y, sobre todo, de aquél que no impide la realización del propio proyecto vital.
Para terminar, solo voy a recordar aquello que ya decían los griegos clásicos, y
que viene a confirmar lo anterior: «LA MEDIDA (en todos los asuntos humanos) ES
LO MAS BELLO».
Rev. AFAL
Nº 19 Sept. 2000
No hay comentarios:
Publicar un comentario