Ignoro
si existen estadísticas sobre el monto total de dinero que se invierte en los
países civilizados en adivinar el porvenir, comprar talismanes, quitarse
aojamientos, jugar a la lotería, pagar misas, o sea, en consumir magia. Intuyo
que mucho. Lo que cuesten estas prácticas es lo de menos, pues al dinero cada
cual le da el uso que considera adecuado. Más me llama la atención que esta
necesidad se dé, precisamente, en aquellos países considerados más civilizados y
entre gentes que se declaran no supersticiosas...
Si
proliferan las tiendas esotéricas, con su multitud de artículos, si en la TV
tienen puesto fijo los adivinadores, y si muchos compran el horóscopo a
principios de año, es porque hay gente que cree en ello. Pero, quién cree en
estas cosas, cómo es la persona que necesita de todo este folclore para vivir en
paz. En realidad cualquiera que sienta preocupación o ansiedad, o más
claramente, miedo. Por definición, la ansiedad es la emoción que acompaña al
hombre desde que nace hasta que muere. A diferencia del miedo que se siente ante
un incendio, la ansiedad no tiene una causa tan clara, es más bien, la vivencia
de sentirse amenazado.
Parece
claro que, el momento en que el ser humano se puede sentir más a menudo en
peligro, es la niñez. El nacer tan inmaduro y dependiente de otros para todo,
hace del niño el ser más vulnerable a toda clase de temores. Se puede decir que
este estado de indefensión «natural» condiciona su paulatina entrada en el
mundo, y forma carácter. De esta manera, las situaciones de impotencia que el
adulto registre en el futuro, evocarán la primitiva situación infantil de
desvalimiento. Ejemplos de lo dicho son, en el niño, cuando ante los peligros
que cree pueblan la oscuridad, opta por meterse bajo las sábanas; y en el
adulto, cuando decide seguir los consejos de una
pitonisa
ante una decisión que le inquieta.
A
este modo de operar tan poco realista e ineficaz, es a lo que se llama
«pensamiento mágico» y constituye un residuo de la infancia que convive con el
adulto racional y lógico. Sirve en numerosas ocasiones para aligerar el peso de
la conciencia, o para atribuir a otros, o a los astros, la responsabilidad en la
conducción de la propia vida. Al ser humano le ha resultado siempre más
económico, psicológicamente hablando, «echar la culpa al empedrado», que aceptar
que el destino es lo que se hace y lo que se deja de hacer. Hay que recordar
aquí el enorme juego que ha dado la figura del demonio en la religión católica,
atribuyendo a sus tentaciones, los impulsos negativos que todos tenemos: maldad,
crueldad, etcétera.
Más
de algún generoso lector que haya llegado hasta esta línea, se estará
preguntando qué tiene que ver esto del pensamiento mágico con la enfermedad de
Alzheimer. Me explicaré. El cuidador de un familiar de estas características,
incurre, sin él pensarlo conscientemente, en el uso de este tipo de pensamiento
primitivo. Cuando piensa que él, con su dedicación constante, privándose incluso
del descanso necesario, va a evitar a su familiar la progresión de la
enfermedad, está permitiendo el pensamiento mágico. Guando se siente culpable
por aceptar una invitación a apartarse por unos momentos del lado de su cónyuge
o padre, está permitiendo el pensamiento mágico. Cuando se resiste, contra todo
consejo de otros a tomar la decisión de aceptar ayuda ajena, ya sea en forma de
cuidadores diferentes de él mismo, utilizar centros de día e incluso
residencias, está permitiendo el ejercicio del pensamiento mágico. Cuando
considera que el tiempo que invierte en tomar su propia medicina, esto es,
acudir al encuentro de otros en su misma
situación,
es un despilfarro, está permitiendo el ejercicio del pensamiento mágico. Podría
continuar describiendo un buen número de situaciones cotidianas en las que
incurre el cuidador lleno de buena fe, aunque AUTOENGAÑÁNDOSE, pero no lo voy a
hacer.
Quiero
decir para concluir que, en el ser humano perviven contra su voluntad, poderosas
tendencias irracionales —infantiles— que en nada le ayudan a un desenvolvimiento
eficaz y adulto. Que cuando está sometido, de forma permanente, a una situación
de ansiedad difusa como la que representa el cuidado de un enfermo de Alzheimer,
sus cualidades más sanas pueden entrar en crisis, tomando el relevo aquellas
otras más regresivas y perjudiciales. Un mensaje final para el que ha llegado
hasta aquí: si está de acuerdo con lo dicho, si ha tomado conciencia de que
alguna de las descritas es su situación, ya no puede continuar con las antiguas
soluciones. A partir de ahora, ha de llevar a la acción, o sea, a su práctica
diaria, estas nuevas ideas. Sólo de esta manera podrá convertirse en un mejor
cuidador de un enfermo de Alzheimer.
Carlos
Espina
Psicólogo
Rev.
Alzheimer (AFAL) Nº 14 Junio 1999
No hay comentarios:
Publicar un comentario