miércoles, 26 de febrero de 2014

El pensamiento mágico

Ignoro si existen estadísticas sobre el monto total de dinero que se invierte en los países civilizados en adivinar el porvenir, comprar talismanes, quitarse aojamientos, jugar a la lotería, pagar misas, o sea, en consumir magia. Intuyo que mucho. Lo que cuesten estas prácticas es lo de menos, pues al dinero cada cual le da el uso que considera adecuado. Más me llama la atención que esta necesidad se dé, precisamente, en aquellos países considerados más civilizados y entre gentes que se declaran no supersticiosas...



Si proliferan las tiendas esotéricas, con su multitud de artículos, si en la TV tienen puesto fijo los adivinadores, y si muchos compran el horóscopo a principios de año, es porque hay gente que cree en ello. Pero, quién cree en estas cosas, cómo es la persona que necesita de todo este folclore para vivir en paz. En realidad cualquiera que sienta preocupación o ansiedad, o más claramente, miedo. Por definición, la ansiedad es la emoción que acompaña al hombre desde que nace hasta que muere. A diferencia del miedo que se siente ante un incendio, la ansiedad no tiene una causa tan clara, es más bien, la vivencia de sentirse amenazado.
Parece claro que, el momento en que el ser humano se puede sentir más a menudo en peligro, es la niñez. El nacer tan inmaduro y dependiente de otros para todo, hace del niño el ser más vulnerable a toda clase de temores. Se puede decir que este estado de indefen­sión «natural» condiciona su paulatina entrada en el mundo, y forma carácter. De esta manera, las situaciones de impotencia que el adulto registre en el futuro, evocarán la primitiva situación infantil de desvalimiento. Ejemplos de lo dicho son, en el niño, cuando ante los peligros que cree pueblan la oscuridad, opta por meterse bajo las sábanas; y en el adulto, cuando decide seguir los consejos de una pitonisa ante una decisión que le inquieta.
A este modo de operar tan poco realista e ineficaz, es a lo que se llama «pensamiento mágico» y constituye un residuo de la infancia que convive con el adulto racional y lógico. Sirve en numerosas ocasiones para aligerar el peso de la conciencia, o para atribuir a otros, o a los astros, la responsabilidad en la conducción de la propia vida. Al ser humano le ha resultado siem­pre más económico, psicológicamente hablando, «echar la culpa al empedrado», que aceptar que el destino es lo que se hace y lo que se deja de hacer. Hay que recordar aquí el enorme juego que ha dado la figura del demonio en la religión católica, atribuyendo a sus tentaciones, los impulsos negativos que todos tenemos: maldad, crueldad, etcétera.
Más de algún generoso lector que haya llegado hasta esta línea, se estará preguntando qué tiene que ver esto del pensamiento mágico con la enfermedad de Alzheimer. Me explicaré. El cuidador de un familiar de estas características, incurre, sin él pensarlo conscientemente, en el uso de este tipo de pensamiento primitivo. Cuando piensa que él, con su dedicación constante, privándose incluso del descanso necesario, va a evitar a su familiar la progresión de la enfermedad, está permitiendo el pensamiento mágico. Guando se siente culpable por aceptar una invitación a apartarse por unos momentos del lado de su cónyuge o padre, está permitiendo el pensamiento mágico. Cuando se resiste, contra todo consejo de otros a tomar la decisión de aceptar ayuda ajena, ya sea en forma de cuidadores diferentes de él mismo, utilizar centros de día e incluso residencias, está permitiendo el ejercicio del pensamiento mágico. Cuando considera que el tiempo que invierte en tomar su propia medicina, esto es, acudir al encuentro de otros en su misma situación, es un despilfarro, está permitiendo el ejercicio del pensamiento mágico. Podría continuar describiendo un buen número de situaciones cotidianas en las que incurre el cuidador lleno de buena fe, aunque AUTOENGAÑÁNDOSE, pero no lo voy a hacer.
Quiero decir para concluir que, en el ser humano perviven contra su voluntad, poderosas tendencias irracionales —infantiles— que en nada le ayudan a un desenvolvimiento eficaz y adulto. Que cuando está sometido, de forma permanen­te, a una situación de ansiedad difusa como la que representa el cuidado de un enfermo de Alzheimer, sus cualidades más sanas pueden entrar en crisis, tomando el relevo aquellas otras más regresivas y perjudiciales. Un mensaje final para el que ha llegado hasta aquí: si está de acuerdo con lo dicho, si ha tomado conciencia de que alguna de las descritas es su situación, ya no puede continuar con las antiguas soluciones. A partir de ahora, ha de llevar a la acción, o sea, a su práctica diaria, estas nuevas ideas. Sólo de esta manera podrá convertirse en un mejor cuidador de un enfermo de Alzheimer.
Carlos Espina
Psicólogo

Rev. Alzheimer (AFAL) Nº 14  Junio 1999

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